«Yo soy la novela. Yo soy mis historias.» Frank Kafka
Bernardo de Calatrava es un monje benedictino del Monasterio de San Martín de Albelda.
El principio fundamental de la Orden de San Benito es Ora et labora. Sus integrantes se dedican a la vida contemplativa: oración y trabajos manuales, principalmente el cultivo del huerto para el autoabastecimiento de la comunidad.
Bernardo ingresó en el monasterio hace 30 años y ha llevado una vida disciplinada de estudio y oración. Se ha convertido en un monje erudito, lo que la ha otorgado ascendencia y autoridad entre los demás miembros del cenobio. Su contacto cotidiano con la naturaleza le ha proporcionado grandes conocimientos sobre las propiedades medicinales de las plantas.
Pero Bernardo es un hombre inquieto. Es consciente de que a su muerte la vida contemplativa no habrá servido más que para enterrar sus conocimientos en las cuatro paredes del monasterio. Quiere enseñar, transmitir al mundo lo que él ha aprendido. Su forma de vida se le queda estrecha.
Una mañana del mes de mayo del año 950 hace su aparición en el monasterio Gotescalco, obispo de la ciudad francesa de Puy, que va camino de Santiago de Compostela. Gotescalco es el primer peregrino jacobeo registrado en la historia.
Bernardo ve en la llegada del obispo la ocasión propicia para plantearle finalmente al abad, Gumaro de Burgos, las inquietudes que le están corroyendo el alma desde hace un cierto tiempo: ¿no habrá en la vida contemplativa, llevada a su máximo rigor, un punto de soberbia y de codicia? ¿No merece el mundo beneficiarse de nuestros conocimientos?
La primera reacción del abad poner el grito en el cielo: ¿No fue Benito de Nursia, fundador de la orden, muy claro con las reglas? ¿No fueron éstas inspiradas directamente por Nuestro Señor? ¿Quién era Bernardo, un simple monje, para ponerlas en cuestión? El abad tuvo un arrebato de cólera durante el cual amenazó a Bernardo no sólo con la expulsión de la orden, sino con las consabidas y nefastas consecuencias que un tal desacato tendrían para la salvación de su alma.
Bernardo iba a necesitar toda su inteligencia y también su conocimiento de los puntos débiles del abad: la aparente humildad de éste oculta una cierta autocomplacencia en el ejercicio de su cargo; no será cuestionando sus aptitudes que Bernardo se saldrá con la suya. Muy al contrario, le habla de las excelencias en la administración del monasterio y en el respeto de las reglas de la orden, algo que debe ser conocido y reconocido por toda la Cristiandad. Y qué mejor manera de hacerlo que enviar a uno de los monjes mejor preparados para ello.
La ira inicial de Gumaro da paso a un estado de calma y reflexión. No es tan mala la idea de Bernardo… Ya se está imaginando su nombre en los libros de historia. Para dotar a la idea de fuerza moral, el abad le dice a Bernardo que va a consultarlo con Gotescalco, cuya fama de hombre justo e inteligente le precede.
En la reunión con su huésped, Gumaro se convierte en acérrimo defensor de la idea de Bernardo. Al obispo no le parece mal, pero le aconseja dotarla de un carácter de excepcionalidad, no vaya a ser que cunda el ejemplo y el monasterio se quede sin monjes. Y nada mejor para ello que echar mano de un recurso infalible: se dirá al resto de la comunidad que la misión de Bernardo le ha llegado al abad por inspiración divina para la propagación de la fe mediante la instauración de nuevos monasterios que sigan las reglas benedictinas.
Bernardo dispondrá de cinco años para efectuar su misión, al cabo de los cuales deberá regresar al monasterio para rendir cuentas de ella y acabar sus días entre sus muros.
De madrugada, tras orar junto al abad, Bernardo emprende el camino. Una bolsa con escasos víveres y un cayado son su sola compañía, amén de su sabiduría en letras y plantas medicinales. Siguiendo su intuición pone rumbo al nordeste, en dirección contraria al Camino de Santiago.
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