Vengo dándome cuenta desde hace un tiempo que ante la velocidad, agresividad y competitividad de la sociedad que me rodea, cogí un carro equivocado, el de los ansiolíticos. Así que un día aciago de esta primavera se me ocurrió relajar mi mente y trasladarla al rincón de una terraza en un chalet construido en un antiguo volcán a 100 metros de una preciosa bahía del mediterráneo. La relajación fue tal, que me vi pacificada conmigo y con el mundo.
Este verano tuve la oportunidad de pasar unos días en un pueblo en Navarra, Artajona. Es paradójico que siendo navarra no lo hubiera conocido antes, con su historia apasionante, su Cerco amurallado vestigio de luchas medievales, los Dólmenes testigos de la vida en periodos históricos antiquísimos, amén de todo un conjunto histórico artístico impresionante. Allí topé con otro carro que se me cruzó en el camino, el de la casa de un matrimonio de amigos inquietos, cultos y creativos con los que viví una experiencia de alegría y tertulias en la paz de su jardín, tan natural que sin romper el “desorden” de sus límites siembra paz en el entorno interno, en la belleza del silencio y en el calor de compartir el fuego de su chimenea, su hogar.
Pero nada comparado con el umbral enorme de su casa presidido por el antiguo trujal de la casa y una estancia que antes fue bodega y hoy una interesante biblioteca, con las comidas que Marisa guisaba con los productos de la tierra y con el recogimiento de mi habitación, preciosa, donde me despertaba cada día con el sonar de las campanas y el bando del alcalde para todo el pueblo echado a través de megafonía, ¡el mundo avanza! Marisa y Javier fueron mis anfitriones. A ese carro me he subido y duermo sin pastillas cada noche. El carro se llama Casa Iriarte
Uxue Mayans. Pamplona. Navarra